Fragmento del cuento «Hendijas» del libro COTIDIANO de Mariana Travacio.

I.

Su casa tiene dos respiraderos que dan a mi galería. A través de esos respiraderos me llega su voz. La oigo cuando salgo con mi copa, o con mi taza. No importa a qué hora salga: ella siempre está. Me mudé hace dos años y el mismo día de mi mudanza ya estaba allí. Sé que puede parecer curioso, pero en todo este tiempo no hubo día, o noche, en que saliera y no la escuchara. He llegado a pensar que hay una mujer atrapada en esos respiraderos: una mujer que grita, que desvaría, que se lamenta, solloza, insulta, se deshace, desde esas hendijas. Alguna vez he evitado salir al jardín solo para no escucharla.

Compré esta casa porque me gustó la galería: resigné una propiedad mejor ubicada. La mujer de la otra inmobiliaria me lo había advertido: esa casa tiene unos vecinos horribles. Eso dijo. Nunca había escuchado algo igual: que una inmobiliaria hiciera mención a los vecinos como si fueran variables que incidieran en el valor relativo de un inmueble, como una buena vista o una mala orientación. En ese momento soslayé su comentario porque me pareció imposible que conociera a todos en el barrio como para ponderar una propiedad por los vecinos que tuviera. Además, los vecinos pueden mudarse. Y, de cualquier manera, siempre había soñado con una galería como esta; no iba a resignarla: mi departamento tenía un minúsculo balcón con vista al estruendo de las cuatro líneas de colectivos que aceleraban justo en la puerta. La decisión de mudarme a un barrio estaba indisolublemente ligada a mi padecimiento anterior. También es cierto que el día que visité la casa por primera vez distinguí los respiraderos y unos ladrillos de vidrio en ambas medianeras. Estábamos con la arquitecta sesentona y pelirroja de la inmobiliaria y apenas pisamos el jardín nos recibió esa voz estridente que venía de la izquierda. Lo que se oyó entonces no fue gran cosa: dos o tres palabras irritadas, como de final de frase urgida, propias de quien anda disgustado y se queja. No le di mayor trascendencia; estaba absorto con la galería: tenía cuatro columnas de hierro antiguo y daba a un jardín cuadrado, cubierto de pasto, con jazmines perimetrales. Dos zorzales salieron disparados cuando caminamos hasta el fondo. Apenas regresamos a la galería, detuve mi mirada en los respiraderos y en los ladrillos de vidrio de las medianeras. Esta casa era la segunda contando desde la esquina: tenía vecinos a ambos lados. En la medianera de la izquierda se veían dos respiraderos blancos, cuadrados, y un ladrillo de vidrio al costado, también cuadrado. La de la derecha, en la misma posición, tenía un ladrillo de vidrio y ningún respiradero. Le señalé todo esto a la arquitecta que me mostraba la casa: me contestó como cansada, o como si mi inquietud fuera completamente irrelevante: si usted quiere, los puede tapar. Descarté de inmediato la idea: me pareció señal de poca urbanidad. No iba a disfrutar de mi galería habiéndoles quitado la luz o la ventilación a los vecinos.

Apenas estrené la casa, volví a escuchar su voz: venía de los respiraderos de la izquierda. Le resté importancia y me fui a dormir, agotado por el trajín de la mudanza.

A la mañana siguiente salí a tomar mi café y su voz ya estaba allí.

Al principio oía un lamento vago: como un rezo. No lograba distinguir qué decía, de qué se quejaba, qué la alteraba. Solo me llegaba el lamento monótono de su voz aguda: como una constante de cadencias perpetuas. No es verdad que no entendiera nada: aunque ninguna frase resultase comprensible, aunque ninguna palabra se tradujera en mis oídos, quedaba claro que del otro lado había una mujer ofendida, o triste, o como indignada, y también furiosa.

Con el tiempo empecé a distinguir algunas palabras claras: fundamentalmente, los insultos. Te odio, hijo de puta, te odio, le dice. Supongo que se dirige al marido. Nunca se oye la voz de él: lo que escucho es un monólogo. Un monólogo de reproches interminables: me decís que te vas, y te vas, le dice. O un lamento eterno: mirá lo que hiciste con mi vida, bazofia. O una angustia que reverbera: sos un asco, te odio. Todo eso sale de los respiraderos. Cuando salgo con mi copa y me encuentro con eso, paso por diversos estados de ánimo. Hay noches en que me pregunto por qué esa mujer sigue con ese hombre. Si tanto sufre, si tan poco se entienden, me pregunto qué la mueve a seguir a su lado, a sostener ese horizonte de puro reclamo. Me lo pregunto ahora que ha pasado tanto tiempo: el tiempo necesario para inferir que no se trata de una crisis ni de una pelea pasajera: se trata de un modo de vida. Ese modo de vida me invade, por las hendijas. He tenido ensoñaciones al respecto: ganas de correr como un loco, abrazar a la mujer de la otra inmobiliaria, ponerme de rodillas y decirle con irrefrenable frenesí: usted tenía razón, señora, mi galería tiene unos vecinos horribles. Otras noches me invade una compasión abierta: pienso en ellos y me apenan terriblemente.

Durante bastante tiempo creí que esos respiraderos daban a la casa de la esquina. Pero me costaba creer que ese modo de vida se correspondiera con mis vecinos de la esquina, tan afables. Es cierto que solo conocía sus voces por el balbuceo de algún buen día de pura urbanidad, pero sus sonrisas serenas me impedían asociar esa imagen pública a aquel infierno de puertas adentro. Un día quise salir de la duda: medí la distancia desde la línea de construcción hasta los respiraderos. Pertenecían, en efecto, a otra casa: la segunda o tercera sobre la calle perpendicular a la mía. Me alivió concluir que no los conocía en absoluto.

Trataba de imaginar cuántos años tendrían: no parecía un matrimonio joven. No obstante, la voz de ella era tan aguda que se me hacía difícil adivinar su edad. A veces pensaba que era un matrimonio de gente grande, sobre todo cuando la voz le decía que le había arruinado la vida. Mirá lo que hiciste con mi vida, oigo, y pienso que si le arruinó la vida deben tener muchos años. Otras veces esa voz me parecía demasiado viva, o con un ímpetu demasiado enérgico, propia de quien todavía tiene tiempo por delante: parecía reclamarle algo a futuro. Aunque también podría estar reclamándole que ya no le queda futuro. Como sea, he decidido que se trata de una mujer de unos sesenta años, sesenta y dos.

He llegado a acostumbrarme a sus diatribas y acabé por aceptarlas, a mi modo. En noches normales, llego incluso a ignorarlas. Me refiero a aquellas noches en que el nivel de su encono permanece estable: como si la voz recitara un padecimiento que ya conoce de memoria. Yo también conozco sus parlamentos de memoria, y eso me calma. Hay otras noches, en cambio, en que el volumen de sus reproches alcanza niveles que tornan imposible que me mantenga distraído en mis asuntos. En noches como esas, dependiendo de mi propia sensibilidad relativa, o me dedico a escuchar todo con suma atención, o decido abandonar mi galería, no sin cierto pesar.

(…)

Del cuento «Hendijas» del libro Cotidiano de Mariana Travacio (Colección Narrativa, Baltasara Editora).

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