Cuento “Fiebre”, de Rosa Wernicke [entero]

Rosa Wernicke, «Los treinta dineros«

Publi 30 dineros
La puerta de aquella casa que en la oscuridad de la noche, con sus ventanas herméticamente cerradas, parecía abandonada, se abrió y un rayo de luz mortecina manchó por un instante las piedras de la vereda. El hombre que salía se quedó indeciso un largo minuto. Luego la puerta volvió a cerrarse y todo quedó como antes, bañado por una bruma espesa bajo la apagada claridad de los focos eléctricos. Soplaba un viento frío. Federico Marlens levantó el cuello del abrigo y hundió todavía más sus hombros estrechos. Era alto y magro. Tenía el cabello oscuro y largos mechones lacios se pegaban con porfiado empeño sobre la frente sudorosa. Se llevó las manos a la cabeza y al notar que había olvidado el sombrero tuvo la intención de volverse y llamar en la puerta cerrada, pero después de algunas vacilaciones cambió de idea y se alejó a grandes pasos, confundido entre las sombras que proyectaban los altos edificios. Poco a poco y sin advertirlo fue apartándose del radio céntrico de la ciudad. Caminaba apresuradamente, como si le guiara el deseo de llegar cuanto antes a alguna parte. Estaba absorto; su pensamiento daba incansables vueltas alrededor de una sola idea: “¡Lo he perdido todo!… ¡Lo he perdido todo!… ¡Lo he perdido todo!…”

Pensó en la gente que acababa de dejar. Ojos fríos, sonrisa hipócrita, manos rapaces, la palabra ambigua, indiferente, y la voz áspera por el tabaco y la codicia. Una montaña de números se desmoronaba sobre él. De números, de pérdidas, de deudas recientemente contraídas. Todo esto aceleró violentamente el ritmo de su sangre. En la esquina se detuvo. Experimentaba ahora bruscos estremecimientos y esa pesada sensación de calor y frío que le había asaltado estando en la mesa de juego. Le ardía la frente por la fiebre; le temblaban las manos y comenzó a dar vacilantes pasos de ebrio. Se dijo para sí: “¿Qué es lo que tengo?… Quizás fiebre. Mañana me quedaré todo el día en cama… ¡Sí, tal vez no pueda levantarme!…”.

Esta idea que nacía naturalmente, por el curso normal de los acontecimientos, le sorprendió dolorosamente. Permanecer en cama cuando momentos antes había pensado suicidarse!… ¡Qué absurdo!… Recordó de pronto a su mujer y se preguntó con amarga tristeza: “¿Qué hará María?… ¿Qué dirá cuando la despierte y se lo cuente todo?…”.

¿Qué era lo que podía decirle? ¿Qué había vuelto a jugar y a perder y que nuevamente se hallaba con las manos vacías y un documento para antes de veinticuatro horas?… Federico no poseía un solo centavo. Únicamente lo que María había logrado ahorrar para la educación de los hijos y que no se lo dejaría arrancar mientras le quedara un soplo de vida. Desde el día de su matrimonio, en que había jurado solemnemente no volver a tocar una carta, no logró la voluntad necesaria para cumplir aquella promesa y continuó jugando hasta la fecha. ¿A cuánto ascendería el dinero ahorrado por María?… Quizá fuera la cantidad suficiente para cubrir esta nueva deuda de juego. ¿Pero, cómo preguntárselo? ¡Si por lo menos encontrara el valor para hablar! Había que pagar la deuda, eso era lo esencial; después le prometería todo lo que ella quisiera. No jugar más, trasladarse al campo o al infierno o echarse una soga al cuello, que lo mismo le daba una cosa que otra. Luego había que pensar también en que ella no podía llegar a creerlo, y naturalmente ¿cómo podía creer en sus palabras si él mismo no estaba seguro de cumplir lo que prometería?

Pensando en eso se detuvo en la vereda y se rió larga y amargamente hasta que le saltaron las lágrimas. En su inte-rior una brutal confusión levantaba una algarabía ensordecedora. Algo se destruía en él mientras la tristeza aplastaba su corazón y retorcía el cordón de sus nervios. Por encima de su preocupación, un pensamiento simple le dominaba: María… ¡Qué ingenua era antes de casarse!… ¡Qué ingenua y qué bonita!… ¡María!…

*

*     *

Finalmente, ¿qué más daba? La culpa era de ella por haberle creído siempre. El prometía, prometía todo lo que ella quería, esto, lo otro, lo de más allá, y de esta manera había logrado hacerla feliz hasta entonces. Es decir, Federico Marlens tenía sus dudas al respecto. ¿Le creía la mujer, realmente? No, era indudablemente que ya no le creía y por esa razón ahorraba en secreto. También había aprendido a mentir y tergiversar las cosas hasta en los más mínimos detalles. Cuando se trataba de cuentas, María aumentaba exageradamente su proporción. Para Federico se vivía siempre en una carestía abrumadora. Las ropas, los alimentos y todo lo demás tenían precios exorbitantes, que la mujer encarecía sin reparo alguno para salvar unas monedas. Ambos mentían y ambos fingían creer en aquellas mentiras forradas de buenos propósitos, pero llenas de mezquinos procedimientos.

Federico iba por la calle recordando todo esto y de pronto se puso a reír como una criatura. ¿Con qué objeto proseguía la lucha por la existencia? ¿Adónde intentaba ir a parar, adónde? En un principio creyó que podría conquistar la tranquilidad levantando el espíritu y atrapando por los cabellos a la diosa fortuna. Había tanta razón en aquellas palabras tan íntimas y flexibles como una vara de junco: “La felicidad es y no es”. Precisamente, aunque él se creyera un ser infortunado, marcado por un destino adverso, reconocía que la felicidad estaba en no obstinarse en el dolor y en ambicionar siempre alguna cosa. Es claro que, como todo camina muy de prisa, se olvida prontamente que todos los males salen del mismo agujero; y eso de pensar que no se es nada en la vida es de una absoluta ceguera espiritual. No hay que olvidar tampoco que la ceguera de los desencantados es más perniciosa que un aire infecto y se pega como las malas costumbres y las enfermedades contagiosas. Se encontró razonando con más cordura de la que había poseído nunca. ¿A qué venía todo ese palabrerío inútil?

Tiritaba violentamente. Allá lejos creyó ver algo que se movía, agazapándose, en dirección a él. Federico no era un cobarde, pero a ciertas horas de la noche, con el espíritu atormentado, con el cuerpo temblando de fiebre, no hay un solo hombre que no se deje dominar por un oscuro temor, tan incomprensible como el desprecio o la indiferencia que pueda sentir por la vida en cualquier otro momento. Una invencible debilidad desmoronaba sus fuerzas. Apretó las mandíbulas, que le castañeteaban en una zarabanda infernal, y aguardó con el cuello tenso, los ojos anhelantes y las venas hinchadas. Pero nada se produjo. El silencio continuaba, hasta ese momento, vertical sobre la tierra. Su ojo alerta hendió la sombra. Miles de monstruos le acechaban indefinidamente. Dio un paso y luego otro y otro, y cuando estuvo lejos de la zona oscura renacieron su alivio y su confianza, pero se sentía lentamente destruido. Una callejuela estrecha le salió al encuentro en los suburbios. Marlens caminaba unos pasos, se detenía y trataba de coordinar sus pensamientos. Volvió a llevarse la mano a la frente. En voz baja, desfallecida, se dijo: “¡Fiebre! ¡Tengo fiebre!

*

*     *

Todo era extraño, desconcertante. Un viento frío arrastraba remolinos de hojas hacia las bocas negras de las alcantarillas. En mitad de la cuadra, una franja de luz amarillenta que salía de la puerta abierta de un cafetín atrajo su mirada como a una luciérnaga. Estuvo largo tiempo observando, sin comprender qué era aquello. Voces aguardentosas y carcajadas histéricas salían a la calle y se pegaban como babosas contra los muros grises y ennegrecidos. Un invencible deseo de llorar le había trastornado torpemente. Se sentía sólo y abandonado. Tenía mujer e hijos, pero comprendía que era un extraño en la vida de ellos. ¿Quién tenía la culpa de esa situación? ¿Quién? Es cierto que jugaba. No tenía otro vicio. Pero lo hacía con el solo objeto de poder darles todo lo que desearan. En cambio… la verdad era que no poseía un solo afecto. ¡Ni siquiera uno! ¿A quién volverse? ¿En quién poder reclinar la cabeza fatigada? ¡Había sido tan desdichado siempre! Sí, aunque nadie lo advirtiera y él lo hubiera dicho nunca a persona alguna. ¡Pero esa era la verdad!

Algo resonaba rítmicamente a sus espaldas. Federico Marlens escuchó ansioso, con el oído alerta, el labio torcido, la ceja enarcada. Le parecía que, de pronto, algo iba a caer sobre él, abatiéndolo como un puño feroz. Pero no era más que el eco del ruido producido por los altos tacones de una mujer, que se alejó desvaneciéndose luego del todo. Una victoria pasó lentamente, arrastrada por un caballo flaco y cansado. El cochero, amodorrado sobre el pescante, con el mentón hundido en una gruesa bufanda y las manos embutidas en las amplias mangas del abrigo, se dejaba guiar dócilmente por el instinto del animal. Cuando pasó junto a Marlens abrió un ojo, y este fue el más elocuente indicio de vida en aquel momento. Un poco después, hombre, carruaje y caballo se perdieron en el próximo extremo de la calle. Enfrente había una plazoleta. Marlens se internó en ella. Había perdido la facultad de razonar. Estaba solo, desorientado y triste como un niño perdido. En la sombra tropezó con un banco y cayó pesadamente sobre él.

*

*     *

Federico Marlens lloraba. Las lágrimas resbalaban en su semblante y se perdían en la pechera almidonada de la camisa. Oía como un sonsonete la voz de su mujer martillándole los oídos “¿Por qué me habré casado contigo? ¿Por qué me habré casado contigo? ¿Por qué me habré casado contigo?…

Marlens comenzó a hablar en voz alta.

–¡Qué linda estaba en la noche de bodas! Cuando la vestían con el traje blanco la hubiera tomado en mis brazos y me la habría llevado… ¿Dónde estará mi prima Laura? Tenía tantos deseos de casarse, que me pidió una liga. Eso es, quería contagiarse. Como si el matrimonio fuera algo así como las paperas o el sarampión… Claro que yo vi cuando el ingeniero levantó la copa ¡Champagne! ¡Rubio, rubio, así como las cabecitas de Lucio y Angelina!… Sí, esta mujer es mi esposa. Me casé con ella hace algunos años, y ocho llevo empleado en la compañía de seguros. Gano bastante. No quiero convertirme en un jugador fullero…

En ese tren de incoherencias, repantigado en el banco, con las piernas estiradas, tenía toda la apariencia de un borracho. Una humedad pegajosa cae lentamente sobre él y al poco rato los febles cabellos parecen cubiertos de ceniza. El hombre ha entrado en un delirio extraño, hermético, absoluto. En su cerebro sólo una célula, inquieta como una ardilla, parece vivir, y sus ideas saltan de un pensamiento a otro con increíble agilidad.

Aunque él cree gritar, sus palabras apenas salen, por los labios resecos, torpemente ambiguas y apagadas.

–¡Adelante, Morita, adelante!… ¡Es preciso llegar!… ¿Pero no comprende que esta bestia le falta una herradura?… Padre, le digo a usted que no quiero deshacerme de ella. ¡No quiero! La he criado yo. Es mía… Si me echa de casa, me voy. ¡Nadie podrá impedir que haga mi voluntad!… Sí, es cierto que esta casa se llueve pero ¿qué importa? ¡Es un palacio cuando se vive tranquilo!… Escuche: todas mis hermanas tienen los ojos azules. ¡Piedritas de colores! Si fueran muñecas, no se estarían peleando todo el día… Ya he dicho que me marcho. No importa donde… En los caminos se sufre, pero no se odia. ¿Por qué me mira los pies?… He andado descalzo mucho tiempo. Sí, por el barro. ¿Qué tiene de particular? ¡Cuándo no se sufre, no se comprenden muchas cosas!… Tralara la lari lará… ¿Conoces esta canción?… Espere, yo les diré como empieza: ¡Tralarala, lari, lará! ¡Quiero que la toquen la noche de mis bodas, así!… ¡Tralaralá lari lará! Mire, ante todo me caso con ella porque es una buena muchacha. Me quiere, me hará feliz… Y después de todo, de algún modo hay que comenzar la vida… Tralaralá lari lará…

*

*     *

La voz inconsciente del hombre que ríe o tararea resuena en la soledad de la plazoleta tristemente. De la sombra, silenciosos y ágiles como panteras, surgen dos muchachones que, en la oscuridad, son como dos siluetas desdibujadas. Se acercan, le escuchan un instante, cruzan una señal de inteligencia, y sin mediar palabra, se abalanzan sobre Federico Marlens, le arrancan el reloj, le revisan precipitadamente los bolsillos, le quitan la cigarrera, el pañuelo, la billetera donde solo hay un retrato de la esposa y un rizo de la primera hija, le tironean, le quitan el sobretodo y lo dejan abandonado sobre la tierra húmeda de la plazoleta. Un largo silbido cruza, como un latigazo, el silencio de la madrugada. A poco se oyen los pasos de los dos ladrones que a todo correr se hunden en el comienzo de un día desconocido.

Deja un comentario